Acerca de cómo enfrentar el deterioro del cuerpo, habla la escultora y ceramista Ruth Krauskopf (77).
“Desde que estudié en la Escuela de Artes Aplicadas en la Universidad de Chile, me he dedicado a trabajar en cerámica. Elegir este material fue amor a primera vista, porque es muy dúctil, amable y se puede ir dialogando con él. Poco a poco, empecé a entrar en el mundo de la escultura.
Al principio me daba resquemor, porque sentía que era muy pretencioso, pero al corto tiempo me di cuenta de que me entregaba mucha libertad, que podía fluir sin parámetros.
Fue ahí cuando las galerías se empezaron a interesar en mi trabajo. He tenido exposiciones en el Museo de Artes Visuales, y desde 1999 soy parte de la Academia Internacional de Cerámica, siendo la primera chilena en incorporarse. Con este trabajo he aprendido que uno siempre tiene que estar experimentando y adaptándose. Y ese aprendizaje me ha ayudado en la vejez, porque al tener limitaciones físicas ya no puedo crear como lo hacía antes.
Entender esto, me costó. Me acuerdo que durante un tiempo tuve dolores de espalda y perdí el impulso de la gestualidad desbordada: de romper la pieza. Ahí empezó un diálogo pausado con el material. Y, como toda adaptación, este proceso necesitó de un ajuste emocional. Tuve que descubrir de nuevo mi identidad y crear mi sello con las capacidades que tengo ahora, que son reducidas en cuanto a fuerza y energía.
Creo que con la vejez uno absorbe la realidad más pausadamente. Ahora no me exijo preparar exposiciones en poco tiempo y tengo dos sesiones a la semana con un kinesiólogo, que me permiten fortalecer los brazos y la espalda. Es importante saber que se pueden hacer cosas para seguir haciendo lo que a uno le apasiona. Porque, aunque a ratos me siento cansada, no me imagino mi vida sin el arte.
Es un lenguaje que tengo internalizado, que me ayuda a expresar lo que no puedo decir en palabras. Siento una pulsión constante por crear. Y eso será así hasta que el cuerpo me lo permita”.
Fotos: Constanza Miranda
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